(En escena un hombre de edad avanzada)
Yo no estoy en contra del progreso, y todas estas virguerías tecnológicas de las que me han ido
informando están… cómo decirlo… curiosas… El caso es
que… al principio… asomarme a aquella ventana me produjo una placidez inmensa,
después de tanto tiempo en coma me incorporé y pude ver los árboles, la
vegetación, los pájaros, los niños, ahí fuera, el mundo seguía igual a pesar de
todo, y yo con la frente pegada al cristal, estaba… me sentía… en paz con el
mundo. Me disponía a abrir la ventana
para dejar que la fresca brisa de la mañana rozara mi piel, cuando al contacto
con la manivela, aparecieron súbitamente por toda la superficie del vidrio los
símbolos del puto escritorio de Windows, ocupando, invadiendo toda la
superficie de la ventana, los programas más utilizados estaban allí, dispuestos
para ser abiertos y utilizados, y todo lo demás, las plácidas imágenes, el
paisaje, los niños, habían desaparecido…
Son cosas del progreso, imagino, y seguro que tienen su lado
positivo. Uno acaba por acostumbrarse a
todo, dicen… pero a mi edad, y en mi estado… Las cosas se ven de otra manera…
Porque yo, al fin y al cabo, no es que pretendiera dejar huella en este mundo,
tampoco le tengo un miedo insuperable a la muerte, ni me aterra la inminencia
de mi fin. Pero, cómo decirlo, hay algo
que…
Llámame antiguo, llámame tradicional, pero yo soy de los que
creen que un entierro tenía su utilidad, como duelo, como despedida, y no sé,
no me acaba de convencer esta costumbre reciente, este contagio de las nuevas
tecnologías, esta innovación que tanto éxito ha obtenido, que arrasa en los
cinco continentes y que consiste en introducir a los muertos directamente en la
papelera de reciclaje
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